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sábado, 28 de febrero de 2015

Los dos grandes de la Patagonia (Perito Moreno y Torres del Paine)

De Buenos Aires a El Calafate, tardamos tres horas en un vuelo de madrugada y, largo rato previo al aterrizaje, se sucedía bajo nosotros la vasta estepa patagónica, desnuda y pajiza, arenosa, discretamente moteada por arbustos espinosos de pequeño porte diseminados aquí y allá hasta donde se pierde la vista, una extensión que ocupa un tercio de la superficie de Argentina. Casi tomando tierra, el lago Argentino, de un turqusa eclipsante en mitad del desierto y las montañas nevadas a lo lejos, quitan el hipo.

El Calafate en sí mismo es una pequña ciudad base, erigida y desarrollada en torno al turismo que visita el Parque de los Glaciares (está cercada por la árida llanura). Alojamientos, restaurantes y agencias turísticas son los predominantes en esta población a orillas del lago, por lo demás ordenada y tranquila. En esta ciudad disfrutamos por primera vez del riquísimo cordero patagónico, que no hay que perderse. 


Casi todas las actividades están orientadas a viajar hasta el Perito Moreno, el más famoso de los glaciares en parte por su accesibilidad (único con acceso por carretera) pero el más pequeño del Parque. Nos decantamos por éste, ya que es un "ineludible", postponiendo la visita de otros más al norte para cuando lleguemos al Chaltén.

Se tarda casi dos horas en llegar en autobús. Según nos acercábamos, los arbustos "calafate" daban paso a una vegetación más variada, tupida y arbórea, ya que en la montaña reside la humedad que no llega al interior, y está algo más resguardada del constante viento patagónico. Nosotros nos acercamos al glaciar por un camino menos transitado y que permite observar completamente la cara norte del mismo. 


Encontrarte con ese muro de hielo azul es un impacto. Una pared de hasta 70 metros de alto en su parte visible (y otros 130m por debajo del lago), de un azul espectral sutilmente veteado por antiguos legados de tierra y hojas depositadas por el viento. En su parte superior, el hielo está esculpido en poliedros brillantes que deslumbran al sol. Y de escenario, al fondo, los andes. Una vista imponente, de película. Además tuvimos la suerte de que hizo un día buenísimo. Aunque uno pueda hacerse una idea viendo fotografías, el espectáculo sólo se completa si, mientras contemplas ese hechizante acantilado pulido, de repente surge, retumbante, un sobrecogedor rugido in crescendo que se convierte en un largo trueno grave y poderoso. Si eres afortunado, puedes presenciar el derrumbe de un gran bloque de cristal estallando en una lluvia de meteoritos blancos, y entonces es cuando un escalofrío te eriza la piel.




Aunque habíamos visto ya varios glaciares en Noruega, y pese a la fama que precede al Perito (que le quita parte del encanto), quedamos impresionados por su magnitud y belleza, por lo que decidimos que esa fama es bien merecida.

Nuestro siguiente destino fue Puerto Natales (en Chile), punto de partida para visitar el Parque Nacional de Torres del Paine. Llegamos un viernes con la idea de pasar un par de días organizando la visita, ya que nuestro plan era acampar durante tres o cuatro días en el Parque y para ello teníamos que alquilar el equipo de acampada, comprar comida, etc. Esa misma tarde fuimos a la Oficina de Turismo donde  nos informaron de que, debido al mal tiempo y las nubes bajas, las Torres no se habían podido ver en las dos últimas semanas, ni se verían en la próxima, salvo el día siguiente sábado, y que ya podíamos correr si queríamos verlas. Así que nuestro tiempo de organización pasó en un santiamén de dos días a dos horas y, corre que te corre, el sábado a las siete de la mañana partíamos hacia el Parque.

La subida hasta las Torres, cargados con las mochilas, tienda, sacos y comida, fue bastante dura. Ni qué decir (casi nos da algo) de cuando llegamos a la zona de acampada tras dos horas caminando cuesta arriba y nos dicen que NO HAY SITIO!!!!. Por suerte, ese "malentendido" pudo arreglarse tras insistencia infinita (no nos daba tiempo a cambiar de plan puesto que las Torres sólo se verían ese día y los campamentos estaban todos llenos o lejísimos -esto debido a la mala planificación del parque-), y una vez recuperados del susto, seguimos ascendiendo, ya ligeros de equipaje, otras dos horas y media (la última hora empinadísima) para aparecer, exhaustos, ante un paisaje que inmediatamente te libera de todo el cansancio y te deja boquiabierto. Los solitarios pináculos de las Torres se elevan sobrios e imperturbables allí donde sólo los cóndores alcanzan, y el vestigio del glaciar que hace tiempo las arropó vierte sus ríos a la laguna que enmarca el cuadro, según incida la luz, verde esmeralda o azul turquesa, y mientras estás allí contemplando esa maravilla se detiene el tiempo. 




La primera noche fue buena, si bien el camping tenía unas instalaciones penosas (y no estamos hablando del gratuito). Al día siguiente, cumpliendo la predicción, las nubes bajaron y se anclaron en las Torres. Nuestro camino eran unos 18 km hasta el siguiente campamento. La jornada fue larga y dura, pero al menos no hizo mucho calor ni mucho frío, aunque ya llegando a nuestro destino se levantó una fuerte ventisca y trajo una lluvia que aún permanecería cuando dejamos el Parque. La mañana siguiente, húmeda, fría y ventosa, intentamos subir al siguiente mirador (eran 6h ida y vuelta), pero la niebla y las nubes lo envolvían todo y tras un rato desistimos y decidimos retirarnos. Así que, nuestros cuatro días se quedaron en tres días y dos noches (bien hicimos ya que no se despejó más), y nos fuimos agotados y doloridos por las largas caminatas por terrenos pedregosos, de gravilla y embarrados, pero muy muy contentos por haber tenido la gran suerte de admirar las Torres del Paine en su máximo esplendor.






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